Gandalf no se explicaba como había podido acabar en aquella situación
tan comprometida. Todo un mago como él, capaz de grandes prodigios, íntimo
de reyes y senescales, compañero de Elfos ilustres, amigo de Enanos
y de Hombres de todas las condiciones, no había podido eludir la
trampa que le había tendido su querido Gerontius Tuk, sin duda el
más especial y valeroso de todos los Hobbits. De no haber estado tan abrumado, al mismo Gandalf le habría parecido de los más cómico. Su espigada figura se encontraba frente a un numeroso grupo de niños Hobbits, sentados en círculo a su alrededor, que esperaban de él que a través de sus historias y sus trucos de magia les describiera mundos y épocas que ellos no habían visto ni imaginado y que, seguramente, cuando crecieran un poco y adquirieran el típico carácter Hobbit, tampoco desearían ver ni imaginar. En todo caso eran niños y querían divertirse pues, no en vano, estaban en una fiesta. Todos los años el patriarca de los Tuk organizaba con ocasión del Solsticio de Verano una gran celebración, sin duda la más importante de La Comarca, en la que invitaba a su abundante familia y a un gran número de amistades y conocidos. |
Nadie tenía quejas de Gerontius como anfitrión, había
nevado comida y llovido bebida, como a los Hobbits les gustaba decir. Además
no se le había escapado ningún detalle y había pedido
ayuda a su amigo el mago Gandalf para que la fiesta resultara inolvidable por
algo más que por la cantidad de comida y bebida.
Gandalf, que le había traído al viejo Hobbit unos botones mágicos que se abrochaban solos, se había encargado de las distracciones y él era el responsable de los magníficos fuegos artificiales que habían llenado de luz y magia la noche de La Comarca.
Para el mago todo estaba desarrollándose de forma magnífica hasta que tuvo una breve charla con Gerontius.
– Mi querido Gandalf –le había dicho–, he reflexionado
mucho sobre lo que siempre me estás diciendo.
– ¿A que te refieres exactamente Gerontius? –preguntó el
mago.
– A lo que siempre me repites sobre que cada día los Hobbits nos alejamos más del mundo que nos rodea. Ya casi nadie viaja a Bree –se lamentó– y a aquellos que tienen tratos con Elfos o Enanos se les mira de forma desdeñosa. –Hizo una breve pausa.– Creo que deberíamos hacer algo al respecto y necesito tu ayuda.
– Sabes que siempre estoy dispuesto a ayudarte –dijo Gandalf sin saber que estaba cayendo de pleno en la trampa de su amigo– Dime que puedo hacer.
Al viejo Tuk le mudó la expresión y una leve sonrisa se dibujó en un redondeado rostro.
–He organizado un encuentro con representantes de numerosas familias Hobbits para que con tus historias les pongas al día sobre lo que debería preocuparnos –explicó casi sin tomar aire–. Sólo tu, con el don de la palabra propio de los magos, podrás hacerles ver que no deberíamos acomodarnos tanto como lo estamos haciendo últimamente.
Gandalf compartía íntimamente las ideas del viejo Tuk, pero éste le estaba pidiendo algo comprometido puesto que no era su deseo interferir tan directamente en los Hobbits.
– De acuerdo, lo haré –accedió el mago tras una breve reflexión.
– ¡Estupendo! –exclamó Gerontius–. Sólo
te pido una cosa –prosiguió–, háblales de forma sencilla
y no les asustes demasiado, la mayoría son muy pequeños...
Y así es como el afamado Gandalf el Gris, se encontraba en La Comarca,
sin más ayuda que la de su ingenio, frente a un buen puñado de
niños Hobbits. Sin embargo, no estaba enfadado con la treta de Gerontius.
Cierto era que el Hobbit le había embaucado para conseguir que los niños
pudieran, por primera vez en sus vidas, acercarse a un auténtico mago,
pero sabía también que, en el fondo, el verdadero propósito
de su amigo no estaba realmente alejado de lo que le había expuesto
acerca del progresivo acomodo de los Hobbits.
Así pues, no sólo tendría que entretener a un público sumamente difícil formado por los hijos de los Tuk, los Redondo, los Bolsón o los Madriguera, sino que además, a petición de su anfitrión, sus historias deberían servir para despertar los dormidos rasgos de coraje que se ocultaban tras aquellas jóvenes y rollizas caras.
– Queridos niños –comenzó y hubo de carraspear para que le prestaran toda su atención–. Queridos niños –repitió–, Gerontius Tuk es un Hobbit sabio y valeroso al que todos deberíais tratar de imitar …
– ¡Bien por el abuelo! –grito uno de los niños y todos los demás le siguieron con vivas y hurras dirigidos hacia el viejo Tuk que dejaron a Gandalf con la palabra en la boca.
– Él me ha pedido que os hable y os cuente historias que os entretengan y os hagan reflexionar –dijo el mago sin disimular su propósito–. Puede que a través de estas historias os veáis reflejados, ahora o en el futuro, o que a través de lo que os cuente sintáis deseos de conocer lo que hay más allá de La Comarca.
Gandalf se había fijado en un niño que le miraba casi sin pestañear. Su expresión denotaba inteligencia y sus rasgos le recordaban en buena medida, salvando la enorme diferencia de edad, los de Gerontius. Se trataba sin duda de alguno de los numerosos nietos de éste, que, para satisfacción y alivio del mago, no había perdido detalle de nada de lo que había dicho.
– Para empezar os contaré un relato que habla de Hobbits. Debéis daros cuenta de que La Comarca no siempre fue como es ahora y que en los lugares donde vivís y jugáis, antaño existían grandes peligros.
Cuando los Hobbits vinieron a La Comarca no todo resultó cómodo y fácil, ya que, aunque hoy en día nos parezca difícil de imaginar, algunos lugares albergaban considerables peligros. No se cuentan demasiadas historias de aquel tiempo, inmediatamente posterior a la llegada de los primeros Hobbits guiados por los hermanos Marcho y Blanco, aunque muchas son las narraciones de aquella época que deberían ser recordadas más a menudo, como la de otros hermanos Hobbits que vivieron una peligrosa aventura.
Se trata de la historia de tres hermanos bastante audaces, al menos para el carácter Hobbit, que decidieron establecerse al norte de la laguna de Delagua, aproximadamente donde ahora está la frontera entre la Cuaderna del Este y la Cuaderna del Norte, en un paraje en el que por entonces ningún Hobbit se había adentrado todavía.
Cada uno de ellos pensó en instalarse en un lugar diferente ya que no consiguieron ponerse de acuerdo sobre que tierras resultaban más propicias. Al más joven le gustaba una zona en la que había un pequeño bosque de árboles frondosos bajo cuyas sombras, decía, se podía disfrutar con el mismo placer tanto del primer desayuno como del segundo (o incluso del tercero si se terciaba).
El hermano mediano prefería una llanura verde que estaba salpicada, aquí y allá, por algunos altos árboles y en la que aguas subterráneas procedentes del río alimentaban una pequeña y hermosa laguna. Según él aquella vista tan maravillosa debía ser disfrutada de la mañana a la noche.
El mayor se decantaba por una zona entre las suaves colinas cubiertas de un perenne tapiz verde y que ondulaban aquel territorio. Resultaba, según él, un lugar más seguro que además estaba cerca tanto de la hermosa llanura como del bosquecillo, con lo que no había problemas en poder desayunar bajo los árboles o disfrutar de la vista de la laguna al atardecer.
El caso es que en aquel territorio habitaba desde hacía muchos años un viejo Huargo. Pasaba su tiempo aterrorizando animalillos salvajes y alejando a todos los de su especie que se atrevían a desafiar su autoridad sobre aquellas tierras. Aun recordaba aquel ser cruel y malvado, sus años jóvenes en los que había participado en batallas contra Elfos y Hombres, y en las que había servido de montura a feroces guerreros Orcos.
El Huargo no tardó demasiado en darse cuenta de la presencia de los Hobbits y debido a su aspecto rollizo y a su apariencia vulnerable, decidió que aquellos tres jóvenes resultaban ideales para darse un banquete.
Atacó primero al hermano más joven que se había construido un endeble refugio con ramas y hojas entre dos árboles del bosquecillo en el que vivía. Por fortuna, el Hobbit poseía un gran oído y, aunque estaba medio dormido, pues el Huargo le atacó en la hora de la siesta, escuchó como éste se acercaba sigilosamente. Sintió sus ahogados jadeos, mientras el nauseabundo aliento que escapaba de sus fauces le indicaba lo acuciante del peligro. Escapó justo a tiempo, apenas un instante antes de que el Huargo se abalanzara sobre su frágil cobijo. Sin que éste se percatara de su huída, el Hobbit ya corría, o sería mejor decir que volaba, hacía la casa de su hermano mediano, junto a la laguna.
Cuando el Huargo salió de debajo de la maraña de ramas y de hojas en la que se había convertido el refugio del primer Hobbit, se sintió muy enfadado y terriblemente hambriento, seguramente debido a la decepción. Así, cuando vio en la lejanía a su frustrada merienda huyendo hacia casa de su hermano, no se lo pensó dos veces y él también se encaminó hacia allí.
El hermano mediano había construido una cabaña de madera
y estaba sentado en el porche contemplando la pequeña laguna cuando
vio venir a su hermano pequeño. Éste, en medio de su frenética
carrera, le gritaba que había sido atacado por un Huargo, de modo
que, en cuando llegó hasta él, ambos se encerraron en la cabaña.
Poco tiempo después llegó el Huango y de nuevo comenzó a
olisquear y a resoplar. Los Hobbits creían estar a salvo, pero cuando
la alimaña comenzó a golpear puertas y ventanas se dieron cuenta
de que no era así. La cabaña no era un lugar seguro puesto
que su constructor, el hermano mediano, había dedicado más
tiempo a contemplar el bello paisaje que se divisaba desde allí que
a terminar los cerramientos y a reforzar las juntas.
Cuando los listones de la puerta principal comenzaron a ceder, los dos Hobbits, haciendo el menor ruido que les fue posible, salieron de la cabaña, uno detrás de otro, por una ventana trasera y se dirigieron, todo lo rápido que les fue posible, a casa de su hermano mayor.
Éste había habilitado una cueva que se abría de forma natural en una de las poco elevadas colinas, justo sobre las tierras que cultivaba. No había estado ocioso y la entrada de la cueva estaba preservada por una hermosa y sólida puerta redonda. En el interior, las habitaciones habían sido acondicionadas y decoradas, y en el salón, la principal de las estancias, había construido una chimenea cuya salida estaba en la cima de la colina.
Cuando llegaron sus dos hermanos, los tres se encerraron en la cueva, dando por segura la inminente llegada del Huargo. En efecto, al poco tiempo veían llegar a éste, enfadado como no lo había estado en años y también desesperado al haber fallado su acecho en dos ocasiones durante el mismo día.
Furioso, comenzó a golpear a diestro y siniestro, escarbando aquí y allá, tratando de encontrar cualquier resquicio para entrar en la cueva. Durante horas rodeó la colina y la recorrió arriba y abajo sin encontrar ninguna forma de entrar. Finalmente, cuando ya iba a abandonar, tuvo una idea.
Sobre la colina sobresalía la chimenea que, lógicamente, debía de estar conectada con el interior de la cueva. Se le ocurrió que si se introducía a través de ella entraría en el refugio de los Hobbits y daría buena cuenta de ellos. En realidad sería mejor así, pues podría darse un festín múltiple ya que los tres Hobbits estaban juntos.
El plan le resultó un poco más difícil de lo que había pensado en un principio puesto que la chimenea no era demasiado ancha pero, pese a las dificultades, decidió seguir adelante. Poco a poco se fue deslizando por su interior hasta que no pudo evitar que su propio peso le empujase incontroladamente hacia abajo.
Su horror fue indescriptible cuando se dio cuenta de que los Hobbits habían adivinado su plan y le habían preparado un recibimiento especial, pues habían colocado una gran marmita con agua sobre el hogar. El Huargo no pudo frenar su descenso y cayó sobre el agua hirviente. Mientras aullaba de dolor, los Hobbits no perdieron ni un instante y, siguiendo el plan que habían preparado mientras el Huargo les acechaba, pusieron una gran tapa a la marmita, la retiraron del fuego y la arrojaron rodando colina abajo con el Huargo en su interior.
Cuando éste finalmente pudo evadirse de su cautiverio, se encontraba muy lejos de la casa del mayor de los Hobbits. Estaba escaldado y humillado a partes iguales. Por suerte para los Hobbits había aprendido la lección y nunca volvió a La Comarca. Además a todos aquellos seres malignos con los que se encontraba les prevenía de los Hobbits y les advertía de que su apariencia no debería confundirles, pues eran seres muy peligrosos.
También los Hobbits sacaron sus propias conclusiones y, dado que no son demasiado hábiles construyendo refugios en el bosque o cabañas de madera, tomaron la costumbre de vivir en cuevas.
El final de la historia fue acogido con división de opiniones. Muchos de los niños la conocían ya y no les había llamado la atención demasiado pese a que Gandalf había añadido detalles que en la versión que circulaba entre los Hobbits se había perdido.
– ¿Acaso no os interesa vuestra propia historia? –preguntó Gandalf algo irritado.
Pero Gandalf –dijo uno de los niños–, ahora ya no hay Huargos.
– Por desgracia te equivocas –respondió el mago–. Aunque no se les vea por La Comarca, Los Huargos y criaturas malignas como ellos todavía habitan en la Tierra Media. No quiera el destino que se crucen en vuestras vidas …
– ¿Los Enanos también son malvados? –pregunto otro de los niños
– No, los Enanos son buenos –respondió el niño de expresión inteligente en el que Gandalf se había fijado antes–. Sólo son un poco huraños porque trabajan muchos años bajo la tierra en las minas.
– Muy bien –dijo Gandalf– ¿Cómo te llamas pequeño?
– Mi nombre es Bilbo, Bilbo Bolsón.
– Muy bien Bilbo, ¿quieres escuchar una historia de Enanos?
– ¡Cuenta una historia de amor! –exclamo una niña que llevaba unos enormes rizos dorados sin dejar contestar a Bilbo (a quien en realidad le hubiera gustado más una historia de Elfos).
– De acuerdo –dijo Gandalf al que le alegraba que los niños participaran– Os contaré una historia de amor y aventuras en la que los Enanos, o Naugrim como algunos les llaman, tienen un papel muy destacado. Además es una historia que tiene una importante relación con La Comarca, que seguro que ninguno de vosotros conoce. Se trata de la historia de Fanuilos y los Siete Naugrim.
Hace muchos años incluso para los de buena memoria, debido a la decadencia de los hombres de Oesternesse en Eriador, Arnor, el reino del norte fundado por Elendil, se hallaba dividido en tres territorios: Arthedain, Cardolan y Rhudaur. Como muestra de esta declinación, tan sólo el rey de Arthedain descendía de Isildur, mientras que Cardolan y Rhudaur eran gobernados por hombres de linaje menor.
Pese a ello, el regente de Cardolan era un hombre sabio y valeroso llamado Aranur, cuya mayor alegría era su hermosa hija Fanuilos. Ella aliviaba su corazón de las pesadas obligaciones que acarreaba el gobierno de un reino y su presencia le consolaba de la infinita pena que había supuesto para él la muerte de su esposa, ocurrida al poco del nacimiento de Fanuilos.
Aranur había visto crecer a su hija y, pese al escaso tiempo que sus tareas le dejaban libre, no había descuidado su labor de padre amoroso y preocupado. Cuando Fanuilos estaba a punto de convertirse en una hermosa mujer en la flor de la vida, la insistencia de sus consejeros llevó a Aranur a contraer un matrimonio de conveniencia.
La presencia de cada vez más poderosa Angmar, que se había liberado del aparente control al que era sometido por los Elfos de Imladris y Lindon, aconsejaba buscar una alianza con Rhudaur, que tenía fuertes lazos con el reino oscuro. Esto podría garantizar la supervivencia de Cardolan en caso de una guerra abierta. Por ello Aranur se desposó con Durwen, hermana del rey de Rhudaur, una mujer ya madura pero muy hermosa.
Su singular belleza no pudo acallar, sin embargo, los numerosos relatos que circulaban sobre ella y que proclamaban su conocimiento de las artes tenebrosas y su devoción al poder oscuro que regía Angmar, un poder maligno procedente de los lejanos tiempos en que sólo una alianza de Hombres y Elfos pudo derrotar al Señor Oscuro.
Estas historias no iban en absoluto desencaminadas, aunque nadie alcanzaba a imaginar que la boda entre Durwen y Aranur había sido planeada por el mismo regente de Angmar, el cual había encomendado a Durwen la misión de alcanzar el poder en Cardolan y así poner a este reino al servicio de Angmar, como ya lo estaba el de Rhudaur.
Para llevar a término su cometido, Durwen contaba con un preciado objeto que le había sido entregado por el mismo Rey Brujo de Angmar: El Palantir de la Torre de Amon Sûl, que tiempo atrás había sido conquistado por el ejército oscuro. Pocos conocían el verdadero destino del Palantir, pues Araphor el regente de Arthedain, daba a entender que éste se hallaba en Fornost, tras haber sido salvado de la destrucción de Amon Sûl, intentando, de algún modo, mantener alta la moral en su reino.
Así, al poco haberse celebrado la boda, Durwen emprendió su misión de forma decidida y comenzó a interrogar al Palantir sobre el futuro del reino, ya que los Palantiri son capaces de mostrar escenas lejanas en el tiempo y en el espacio. Para disgusto de Durwen, el Palantir mostraba siempre a Fanuilos, ya convertida en toda una mujer, sentada en el trono de Cardolan. Su semblante era sereno al tiempo que firme y resultaba la viva imagen de una reina poderosa y justa.
Durwen supo cómo interpretar aquellas imágenes. A Aranur podría dominarle e incluso apartarle sin demasiados problemas, pero con Fanuilos tropezaría con un escollo importante si no era capaz de deshacerse de ella cuanto antes.
Tras meditarlo cuidadosamente, llegó a la conclusión de que la mejor manera de eliminar a su hijastra sería enviarla de viaje y asesinarla durante el trayecto. No tardó demasiado en convencer a Aranur de que sería bueno para Fanuilos viajar a Rhudaur y alejarse una temporada de Cardolan, pues una joven princesa debería conocer los reinos vecinos y aprender nuevas costumbres y hábitos. Cuando Aranur cedió ante la insistencia de su esposa, Fanuilos, a pesar de no desear marcharse, hubo de obedecer resignada a su padre, pues no tuvo valor para oponerse a su voluntad.
A finales de aquel mismo verano, se dispuso una comitiva que la conduciría al reino vecino y la princesa no tuvo otro remedio que partir. El séquito de Fanuilos estaba compuesto por hombres fieles a Aranur, pero entre sus miembros se había introducido un sicario de Durwen llamado Vagor, que tenía la secreta misión de dar muerte a Fanuilos.
Cuando llevaban tres días de camino, la comitiva fue atacada por lo que parecía una horda errante de Orcos, aunque en realidad habían sido enviados desde Angmar a petición de Durwen para distraer a los guardianes de Fanuilos y permitir a Vagor acabar con la vida de la princesa sin levantar demasiadas sospechas.
Quiso el azar que antes de que Vagor pudiera atentar contra ella, una flecha perdida alcanzó al caballo de Fanuilos que se desbocó y la condujo, en un frenético galope que se prolongó durante horas, a muchas millas del lugar de la batalla. Finalmente el caballo cayó muerto y Fanuilos estuvo cerca de no sobrevivirle pues éste casi la aplastó en su caída.
Nadie había podido seguir a la princesa, así que cuando por fin los Orcos fueron rechazados y se pudo emprender la búsqueda de Fanuilos, resultó imposible adivinar la dirección hacía la que había partido. Las batidas resultaron infructuosas pues el área de búsqueda era enorme y el desánimo cundió pronto entre los que la buscaban ya que tampoco se podía descartar que Fanuilos hubiera sido capturada por los Orcos, lo cual significaría para ella una muerte segura y terrible.
El propio Vagor, interesado como pocos en conocer la suerte de la princesa, fue quien realizó el único hallazgo que pudo aportar algo de luz sobre su destino. Enganchada a una rama en las cercanías del lugar donde se había producido el ataque, encontró la capa de Fanuilos empapada de sangre. Nadie pudo saber entonces que la sangre pertenecía en realidad al caballo de ésta y cuando, tras varios días, se abandonaron las pesquisas, se dio por hecho que la princesa había muerto.
Fanuilos, sin embargo, estaba con vida, aunque completamente desorientada en medio de un paraje desconocido para ella. Sin duda estaba muy lejos de su reino y nada de lo que veía podía asociarlo con algo de lo que hubiera visto o le hubieran contado, aunque, por otra parte, cierto era que había viajado muy poco y nunca fuera de Cardolan.
Finalmente su deambular errante de varios días la condujo al pie de una colina en la que observó una oquedad que bien podría ser la entrada a una cueva. Parecía tratarse de un lugar no demasiado difícil de acceder ya que daba la impresión de que alguien hubiera esculpido unos escalones en la ladera de la colina hasta aquel punto. Decidida, pese al cansancio, comenzó la ascensión y cuando alcanzó la abertura se convenció de que no se trataba de un orificio natural, puesto que las rocas de alrededor de la abertura habían sido trabajadas y estaban adornadas con una complicada y angular escritura cincelada directamente sobre la piedra. Parecía la entrada a un refugio dentro de la montaña.
De no haber estado tan hambrienta y fatigada no se hubiera atrevido a entrar, ya que desconocía que clase de seres podrían habitar allí. De todos modos, no pensó que pudiera tratarse de un lugar que cobijara a seres malignos, pues le costaba suponer que esa clase de seres se hubieran preocupado en esculpir unos escalones o en decorar la entrada.
Cuando se adentró en la montaña y sus ojos se acostumbraron a la penumbra, pudo darse cuenta de que se hallaba en un habitáculo mucho mayor de lo que esperaba. En algunos puntos la oscuridad impedía ver su final y parecía como si se introdujera hasta el mismo corazón de la montaña. En la parte que estaba iluminada se veían numerosos compartimentos en los que por doquier había herramientas, útiles de aspecto extraño o sacos de distintos tamaños, pero también todo aquello que cabría esperar encontrar en un lugar habitado: un hogar en el que crepitaba un fuego ligero y que debía de tener su salida por la parte de atrás de la colina, unas pequeñas camas al fondo y una gran mesa de madera, no demasiado alta, que presidía la estancia, rodeada de diminutas sillas y taburetes.
En una alacena al lado de la mesa se disponían meticulosamente ordenados una abundante y apetitosa variedad de alimentos. En las estanterías inferiores había legumbres y cereales diversos guardados en saquitos, pero en las más altas encontró fiambres y carnes ahumadas o curadas a la sal. Fanuilos algo temerosa, pero vencida por el hambre, se llevó a la mesa alguna de estas vituallas y mientras comía sintió como, al tiempo que las fuerzas retornaban a su cuerpo, su mente se iba sumergiendo en un sopor provocado por el cansancio acumulado y la tensión que había debido soportar.
Cuando despertó se sintió como si hubiera dormido durante un largo periodo. Sin embargo no tuvo tiempo de analizar esta impresión, pues apenas abrió los ojos se dio cuenta de que estaba rodeada por los rostros de varios Enanos. En algunas ocasiones había estado con Enanos que habían venido a Cardolan a hablar con su padre sobre cuestiones comerciales, pero nunca antes había estado tan cerca de ninguno de ellos.
Los Enanos debieron de notar su sobresalto y se echaron ligeramente hacia atrás. El que aparentaba más edad se dirigió a ella:
– Nos alegra ver que despiertas de tu profundo y agitado sueño –dijo cortésmente–. Sin embargo –prosiguió–, ¿podrías decirnos quien eres, joven humana, que invades nuestra morada y saqueas nuestras provisiones sin haber sido invitada ni haber solicitado permiso para ello?
Fanuilos se sintió azorada, aunque no temerosa, pues en los gestos de los Enanos no se apreciaban malos sentimientos, sino, más bien, se les veía turbados ante su presencia, a todas luces completamente inesperada.
– Debéis disculpar mi audacia, pero el hambre y el cansancio me han llevado a invadir vuestro hogar –dijo haciendo un gran esfuerzo por contener las lágrimas–. Mi nombre es Fanuilos y soy hija de Aranur, regente de Cardolan. Hace unos días emprendí un viaje al vecino reino de Rhudaur, mas por desgracia no pude llegar a mi destino pues fuimos atacados por un grupos de Orcos.
– ¡Orcos! –exclamaron varios Enanos al tiempo.
– Orcos –aseveró valerosamente Fanuilos–. Mi caballo fue alcanzado por una de sus flechas y se desbocó. Su desesperada agonía se convirtió en un enloquecido galope que nos condujo a una tierra desconocida en la que no podría decir cuanto tiempo vagué antes de descubrir vuestra morada.
Los Enanos se miraron unos a otros sin decidirse a formular frase alguna. Fanuilos, que poco a poco recobraba la lucidez, habló de nuevo.
– Si me lleváis a mi reino mi padre os entregará una espléndida recompensa –aseguró–. Debéis ayudarme, ¡todos en mi reino deben de pensar que he muerto!
Sin mediar gesto ni palabra entre ellos, al menos que ella percibiera, los Enanos se retiraron unos metros y comenzaron a debatir en voz baja empleando una lengua extraña que a Fanuilos le resultó completamente ininteligible.
Finalmente el mismo Enano que se había dirigido a ella con anterioridad le dijo:
– No temas nada ahora, estás en lugar seguro –hizo una pausa–. Sin embargo no podemos hacer lo que nos pides y nos resulta imposible conducirte hasta tu reino en este momento.
Fanuilos se sintió desesperar, pero no se atrevió a interrumpir al Enano.
– Son varias las cuestiones a tener en cuenta –continuó el Enano, concentrado en su discurso–. Por una parte está nuestro trabajo en la mina. Hace tiempo juramos no abandonar este lugar hasta que arrancáramos por completo a la Tierra la veta que se oculta bajo este mismo suelo y en la que llevamos trabajando buena parte de nuestra vida.
» Sin embargo hay otras materias que pueden resultar más complejas todavía. Sin ir más lejos, debes considerar el hecho de que sólo somos siete los de mi raza que habitamos aquí en este momento y, por lo que cuentas, los caminos se han vuelto peligrosos, ya que hordas de Orcos osan incluso atacar a comitivas reales. Nuestras hachas no temen al orco, pero nunca se dirá de los Enanos que son imprudentes o irreflexivos, pues aunque la recompensa que nos otorgaría tu padre sería sin duda generosa, somos muy pocos para conducirte hasta tu reino.
– Entonces, ¿que he de hacer? ¿cuál será mi destino entonces? –preguntó Fanuilos desconsolada.
– Puedes permanecer aquí con nosotros un tiempo, nos vendrá bien tu ayuda y nosotros garantizamos tu seguridad –aseguró el Enano–. En cualquier caso te he dicho que no podemos llevarte ahora. Cuando llegue la primavera vendrán más de los nuestros, y lo harán en número suficiente para que podamos dividirnos, de forma que mientras que unos proseguirán la tarea en la mina, otros podrán acompañarte a tu reino.
– Pero, ¡eso significa permanecer aquí hasta el año próximo! –exclamó Fanuilos.
– No te impediremos marchar si así lo deseas –dijo el Enano como si su paciencia se estuviera acabando–, pero recuerda que la palabra de un Enano es inquebrantable y no habrá Orco, Troll o dragón capaz de causarte el menor daño mientras vivas aquí.
Y sin que tuviera tiempo de responderles ni de plantearles nuevas objeciones, los Enanos se alejaron de ella y, mientras se dirigían hacia el hogar, junto al chisporroteante fuego, comenzaron a entonar una hermosa canción que hablaba de lugares lejanos y de seres queridos de los que estaban separados por la distancia. En ese momento ella comprendió que su destino era que aquel fuera su hogar durante una larga temporada y supo que no iba a ser infeliz entre aquellos seres.
Fanuilos decidió que no podía estar ociosa y su vida se convirtió pronto en una rutina que pasaba por ocuparse de las labores domésticas, ya que no podía ayudar a los Enanos en la mina. Éstos habían descuidado durante largo tiempo muchos aspectos de los quehaceres cotidianos en su morada, debido a su obsesión por la mina y, aunque Fanuilos no estaba acostumbrada a tareas como limpiar o cocinar, los Enanos no eran exigentes con ella y en poco tiempo pudo realizarlas con cierta pericia.
En Cardolan la noticia de la desaparición de Fanuilos causó gran pena y dolor. Aranur quedó desolado y se sumió en un ensimismamiento del que ni su esposa fue capaz de sacarlo. Durwen, pese a aparentar hallarse sumamente afligida, estaba muy satisfecha ya que sus planes comenzaban a concretarse.
Durante un tiempo se dedicó a fingir de forma pública su pena, repartiendo su tiempo entre los cuidados a su afectado esposo y los homenajes a su desaparecida hijastra. De este modo llegó a engañar a un gran número de súbditos que la creyeron sinceramente conmovida.
Sin embargo, cuando Durwen consultó el Palantir se llevó una gran desilusión. La imagen que le mostró mientras trataba de indagar en el futuro seguía mostrando a Fanuilos convertida en reina. Tras recurrir a mil artimañas e interrogar de todos los modos posibles al Palantir llegó al convencimiento de que Fanuilos continuaba con vida. Tardó toda una agotadora noche en lograr que el Palantir le mostrara su imagen paseando rodeada de Enanos por un paisaje cuya ubicación pudo situar de forma aproximada.
Al día siguiente convocó a Vagor y le dijo que había obtenido informaciones fidedignas de que Fanuilos seguía con vida.
– Antes de que vinieras ante mi no tenía claro si debería castigarte por haber fracasado en la misión que te encomendé... –hizo una larga pausa– o bien otorgarte una segunda oportunidad.
– Mi señora, sabéis que yo soy el más fiel de vuestros siervos –musitó Vagor implorante.
– Por eso te concedo una segunda oportunidad –respondió Durwen complacida–. Toma esta daga. Fue forjada en los antiguos días por manos poderosas que añadieron a su mordedura la facultad de causar el mal oscuro. Si hieres a Fanuilos con ella, nadie podrá salvarla.
Vagor partió ese mismo día. Durwen, tras describirle las imágenes que le había mostrado el Palantir, le había hecho partícipe de su convencimiento de que Fanuilos se encontraba en algún lugar ubicado en las primeras estribaciones de las Montañas Azules. Si viajaba hacia el oeste desde el punto en que Fanuilos había desaparecido, acabaría dando con ella.
Tras numerosas jornadas de búsqueda en las que tropezó con varias colonias de Enanos, Vagor encontró finalmente el grupo con el que vivía Fanuilos. Llegó al refugio de los Enanos cuando oscurecía y su entrada en su morada causó sobresalto a todos sus habitantes que, casi al instante, estaban frente a él con sus hachas dispuestas al ataque.
Vagor supo dominar la situación y evitando enfrentarse a los Enanos se dirigió a Fanuilos.
– ¡Mi dama Fanuilos! –exclamó exageradamente–. Como otros llevo muchos días buscándoos y por un prodigio a mi me ha sido concedido el privilegio de hallaros al fin. Permitidme que os contemple de cerca y me asegure de que vuestra visión no es una alucinación fruto del agotamiento.
– Dejad que se acerque –dijo una alegre Fanuilos dirigiéndose a los Enanos–, ¡este explorador viene de mi reino!
Los Enanos recelosos abrieron paso a Vagor y presenciaron cómo éste comenzaba a contarle a Fanuilos una sucesión de falsedades en las que le explicaba que un numeroso grupo de soldados del reino habían partido en su búsqueda. Le dijo que se habían establecido varios campamentos de campaña que servían como punto de referencia a los exploradores y que si partían al día siguiente, en cuanto su montura hubiera descansado, podrían llegar hasta uno de ellos en unas horas.
Fanuilos estaba entusiasmada. Aquel caballero, al que vagamente recordaba, le traía de nuevo la esperanza del retorno a su reino. Gracias a él podría volver a su existencia anterior y regresar junto a su padre al que tanto había echado de menos.
Tal como había dicho Vagor, al día siguiente todo se dispuso para la marcha. Fanuilos se despidió de los Enanos a los que prometió que recibirían su recompensa en cuanto tuvieran a bien dirigirse a Cardolan, pues les aseguró que sin ellos no hubiera sobrevivido.
Los Enanos habían cobrado un gran afecto por Fanuilos y se sentían tristes con su despedida, casi tan repentina como su llegada. Tampoco Vagor les ofrecía demasiada confianza y dejarla partir a solas con él no les llenaba de satisfacción. De hecho durante la noche anterior habían acordado que en cuanto partieran, les seguirían en la distancia pues conocían atajos entre las montañas que les permitirían viajar en paralelo a ellos durante al menos una jornada. Podrían así observarles y vigilar a Vagor.
De este modo, cuando Vagor y Fanuilos partieron, los Enanos comenzaron a seguirles sin que se percataran de ello. En el fondo esperaban que sus temores y desconfianza fueran simples imaginaciones fruto del aislamiento en el que vivían. Sin embargo en esta ocasión resultaron providenciales.
Apenas perdida de vista la colina donde vivían los Enanos, Vagor detuvo su montura e hizo descender a Fanuilos.
– ¿Qué ocurre? –preguntó ésta.
– Tan sólo que tu hora ha llegado –dijo Vagor sin expresar emoción alguna. Su semblante había cambiado y ya no quedaba nada de cortés en él–. Todos en Cardolan piensan que has muerto y yo me voy a encargar de que en verdad lo estés.
– Pero, ¿por que? –preguntó angustiada Fanuilos– ¿qué mal te he causado yo?
– Mi misión es darte muerte –respondió Vagor–. Eres un obstáculo para mi señora Durwen y para los designios de su verdadero señor, el regente de Angmar. Tu te interpones entre ella y el poder absoluto en Cardolan y por ello ahora vas a morir.
Vagor sacó el cuchillo que le había dado Durwen y lanzó una estocada hacia el corazón de Fanuilos. Pese a la intención asesina de Vagor, el cuchillo apenas la rozó y tan sólo le produjo una herida superficial. La intervención de los Enanos había resultado sumamente oportuna pues un hacha ligera lanzada desde la distancia con extraordinaria pericia había arrebatado la vida del asesino, al partirle en dos su oscuro corazón.
Cuando observaron como desmotaban Fanuilos y Vagor, los Enanos se habían dirigido precavidamente colina abajo. Allí habían escuchado todo el parlamento que tenía lugar muy cerca de ellos y cuando era ya evidente el peligro en el que se hallaba Fanuilos no tuvieron más opción que intervenir. Nada más lanzar el hacha, los siete fueron hacia Fanuilos y su ya difunto acompañante. Suponían que con lo poco profundo que debía de ser el corte que ella había recibido, probablemente estaría más dolorida por la traición de su madrastra que por la herida en sí.
Para su sorpresa, Fanuilos cayó desplomada antes de que alcanzaran llegar hasta ella. En apenas un instante el calor comenzó a escapar de su cuerpo y al mismo tiempo una lividez macilenta fue adueñándose de su rostro.
Apenados y asombrados los Enanos improvisaron unas parihuelas y sobre ellas depositaron a Fanuilos y, al tiempo que comenzaban a entonar un triste canto, la alzaron entre todos y, sin mediar gesto ni palabra, se dirigieron hacia su refugio. Verles era como contemplar un séquito fúnebre enano como aquellos en que antaño escoltaban a alguno de sus poderosos reyes caídos en la batalla. Era un espectáculo impresionante y hasta los animales que les contemplaban permanecieron inmóviles y en silencio ante aquella singular comitiva.
Cuando estaban a punto de llegar a la colina donde se encontraba su hogar, un reducido grupo de hombres a caballo se interpuso delante de los Enanos. Uno de aquellos jinetes se dirigió a ellos.
– ¿Quién es esta dama que portáis? –les preguntó– ¿Cómo es que en este remoto lugar un grupo de Enanos carga con una joven a la que en apariencia la vida se le escapa?
En otras circunstancias los Enanos hubieran ignorado a los caballeros pero como éstos se hallaban en su camino no tuvieron más opción que responder.
– No es asunto de vuestra incumbencia –dijo secamente el más anciano de los Enanos, convertido como siempre en su portavoz–. Mas os diré que si los hombres conocieran el significado de la palabra honor, esta joven no se hallaría en este estado.
– Como osas dirigirte así a quien te ha preguntado. –dijo el caballero más cercano al que había hablado primero–. Se nota que no sabes con quien hablas.
– Sólo al mismo Durin rendiríamos cuenta y creo que no se encuentra entre vosotros –respondió altivamente el Enano–. Así que dejadnos libre el camino o habremos de despejarlo nosotros.
A los hombres no les gustó aquella arrogante respuesta y algunos se dispusieron a desenvainar sus espadas, pero a un gesto del joven que había hablado en primer lugar, y que parecía su jefe, se detuvieron.
– Decidnos tan sólo que ha ocurrido –dijo–. Tal vez podamos hacer algo, tenemos hierbas medicinales que pueden ayudarla si no es demasiado tarde.
Los Enanos comprendieron que se trataba de una proposición sincera, aunque probablemente inútil, de modo que respondieron a la cuestión aunque sin desvelar todo lo que conocían.
– Debido a hechos complejos de relatar, esta joven vivía con nosotros –explicó el portavoz de los Enanos–. Un traidor al servicio de Angmar la encontró y se fingió su amigo, aunque su único propósito era asesinarla con una daga ponzoñosa probablemente forjada en el Reino Oscuro, pues con tan sólo rozarla la hizo caer en este estado.
–¿Dónde está ese hombre? –preguntó el joven.
– Dimos buena cuenta de él antes de que pudiera llevar a cabo su propósito –respondió el Enano.
El joven reflexionó brevemente y se dirigió a los Enanos.
– Nobles vástagos del pueblo de Durin, os ruego que me dejéis examinar a esta joven –dijo en un tono firme pero en absoluto altanero–. Puede que no sea demasiado tarde.
Los Enanos se miraron brevemente entre ellos y accedieron a aquella petición. El orgullo no debía cerrar la puerta a una última esperanza
– Si así lo deseas, acompáñanos a nuestro refugio, –accedió el representante de los Enanos–, mas ven solo; tus hombres pueden esperar aquí.
– Sea –aceptó el joven.
Entonces desmontó y se acercó para tocar la frente de Fanuilos. En su rostro se dibujaron surcos de preocupación al sentir la frialdad que se había apoderado de la joven. Sin embargo no desesperó y con gran decisión se dirigió entonces a sus alforjas y de ellas extrajo un manojo de hojas.
– Os sigo –dijo al tiempo que con un gesto ordenaba a sus hombres que permanecieran en aquel lugar.
Cuando llegaron al hogar de los Enanos en la colina, Fanuilos fue depositada con gran mimo en su lecho. Entonces el joven les pidió que hirvieran agua y mientras los Enanos ponían una marmita a calentar observó delicadamente a la joven y recitó:
Cuando sople el hálito negro y crezca la sombra de
la muerte,
y todas las luces se extingan, ¡ven athelas, ven athelas!
¡En la mano del rey da vida al moribundo!
Cuando el agua comenzó a humear trituró las hojas que traía y las echó en la marmita. Casi al instante, la estancia se perfumó y los corazones de los que allí estaban se sintieron renovados. Entonces acercándose al oído de Fanuilos, tanto que parecía como si la besara, aquel joven le dijo algo que los Enanos apenas pudieron escuchar pero que supieron sin dudar eran palabras de demanda a Fanuilos para que regresara entre ellos.
Súbitamente Fanuilos despertó de su gélido letargo y los miró a todos con una expresión cansada pero rebosante de vida. Sus ojos se dirigieron al joven al que los Enanos observaban admirados y le habló:
– ¿Quién sois vos, acaso otro asesino enviado para darme muerte? –preguntó con voz débil.
– No mi dama. –respondió su salvador–. Tan sólo soy un hombre, un hombre que se ha cruzado en vuestro camino en el momento en que un infortunado hado ha querido arrancaros la vida. Mas descansad ahora, ya habrá tiempo para hablar.
En apenas unas horas Fanuilos parecía repuesta completamente. Había recuperado su color y la alegría volvía a su rostro como cuando la primavera reemplaza al invierno en el natural devenir de las estaciones. También la lucidez había regresado a su mente y quiso hablar con aquel joven que no se había apartado de su lado.
Algo en el interior de Fanuilos le decía que debía confiar en él y que, pese a su modestia, resultaba indudable que no se trataba de un hombre corriente, como se había descrito a sí mismo. Por ello decidió confiar en él y le contó toda su historia sin omitir detalles. Le informó de su identidad y de los acontecimientos que la habían llevado con los Enanos. Igualmente le habló de su encuentro con Vagor y de lo que su frustrado asesino le había dicho a propósito de los planes de su madrastra, quien era realmente la instigadora de todos los males que le habían acontecido a ella y a su reino, en su afán por ponerlo al servicio del poder oscuro.
Cuando escuchó la narración de aquellos hechos, el joven se sintió francamente turbado. Se trataba de acontecimientos sumamente graves que le afectaban personalmente. Por ello, y también por la devoción que había comenzado a profesar hacía la joven, dejó de lado la prudencia y abrió su corazón a Fanuilos.
– Mi querida dama, no parece justo conocer vuestra historia y que vos no conozcáis la mía, al menos la parte más importante –comenzó a decir–. Permitid que os descubra mi identidad y las razones por las que vuestros pesares me atañen de manera muy cercana.
» Soy Argeleb hijo de Araphor, heredero de Arthedain. Durante largos años Arthedain ha mantenido tratos de amistad con Cardolan y a vuestro padre le considerábamos nuestro fiel aliado, al menos hasta su matrimonio con la hermana del regente de Rhudaur. Este enlace significa para nosotros un motivo de preocupación, especialmente ahora que el siniestro poder de Angmar parece renacer y vuelve a amenazarnos. Considerando el aparente giro de lealtades que podría tener lugar, fui enviado a Imladris para solicitar el consejo de Elrond, el Medio–Elfo. Justamente regresaba de allí cuando nuestros destinos se cruzaron. Ahora no me cabe la menor duda de lo que está sucediendo. Somos víctimas de las maquinaciones del señor oscuro que gobierna Angmar que pretende someter con intrigas primero a Cardolan y luego a todo el norte de la Tierra Media.
Argeleb hizo una larga pausa
– ¿Me ayudareis vos a frustrar su propósito? –preguntó a Fanuilos.
– Nada me agradaría más, aunque no sabría como hacerlo –respondió ésta.
– Vuestra simple presencia bastará –aseguró Argeleb–. Yo mismo os acompañaré a Cardolan y allí desenmascararemos a la esposa de vuestro padre.
En ese momento se consumó la alianza entre los herederos de Arthedain y Cardolan y, de alguna manera, renació la ancestral coalición entre los dos pueblos.
Una vez plenamente recuperada, Fanuilos fue escoltada hacia su reino por los caballeros de Argeleb, con éste a su cabeza. Al mismo tiempo Argeleb mandó un mensajero a Fornost, la capital de Arthedain, explicando la situación a su padre y solicitando su ayuda.
Cuando el grupo llegó a Cardolan se produjo una gran conmoción, pues Fanuilos regresaba con vida más allá de cualquier esperanza. El mismo Aranur salió de su estado taciturno al escuchar la noticia del regreso de su hija perdida. Sólo Durwen se sintió preocupada y llegó a pensar incluso en huir. Sin embargo, no había motivos de preocupación para ella ya que nadie conocía sus secretas maquinaciones. Sin duda Fanuilos había sido hallada por azar antes de que Vagor se hubiera tropezado con ella, pues, de ser así, ya estaría muerta.
Durwen se equivocaba y no tardó en darse cuenta de su error. En cuanto Fanuilos llegó a la corte y, tras fundirse en un abrazo con su padre, la señaló acusadoramente.
– ¡Traición! –exclamó–. Padre, ordena que prendan a esa mujer. Ella es la responsable de todos los males que me han acontecido y de todas las amenazas que se ciernen sobre nuestro reino.
– Hija mía, no entiendo que me dices, ¡se más clara! –exigió Aranur, deteniendo con un gesto los balbuceos que Durwen trataba de convertir en palabras.
– Tu esposa es una sirviente del poder oscuro que pretende someter a Cardolan al regente de Angmar. –declaró–. El asesino que envió para quitarme la vida me lo confesó antes de morir. Pero hay más pruebas. Registra sus aposentos y encontrarás en ellos objetos malignos como esta daga con la que quiso asegurarse de mi muerte –dijo enseñando la daga oscura de Vagor.
– ¿Es eso cierto? –preguntó Aranur volviéndose a Durwen.
Inesperadamente apareció una columna de humo, que por un momento pareció tomar la apariencia de la cabeza de un dragón, en el lugar donde instantes antes estaba la esposa del rey. Cuando se despejó Durwen había desaparecido gracias a su distracción nigromántica sin que nadie supiera adonde había ido.
– Buscadla y traedla ante mi –ordenó Aranur–. No puede estar muy lejos. Revisad todo el palacio si es necesario.
Sin embargo la búsqueda resultó infructuosa. Durwen había tenido tiempo de estudiar antiguos manuscritos olvidados que indicaban pasadizos y salidas secretas de palacio, que aprovechó para huir cuando sus intrigas fueron desveladas.
El día fue intenso para todos los cortesanos pues al margen de la búsqueda de Durwen, Aranur, renovado tras el inesperado regreso de su hija, conferenció largo tiempo con ésta y con su salvador Argeleb, heredero del vecino reino de Arthedain. El consejo de sabios de Cardolan fue informado de los detalles de la intriga y todos coincidieron en la acuciante amenaza que se cernía sobre el reino, una vez desenmascarada la conspiración. De hecho cuando el Palantir fue localizado en los aposentos de Durwen se hizo más evidente que la situación se iba a complicar aun más.
La huída de Durwen, además de sigilosa fue efectiva y no tardó mucho en llegar a Rhudaur. Una vez a salvo, envió una oscura ave a su amo, el señor de Angmar, informándole de lo sucedido. El temor a fallarle superaba a la angustia que en ella provocaba el seguro castigo que la esperaba. Durwen fue en efecto reprendida, aunque no con toda la severidad que pensaba, pues su señor le indicó, respondiéndole por el mismo medio, que ya tendrían tiempo de valorar su papel en Cardolan, y que, por encima de otras cuestiones, ella todavía tenía que prestar un servicio a la causa oscura, sobre todo ahora que la situación exigía abandonar toda prudencia.
Era el momento de actuar y abandonando todo atisbo de moderación, una numerosa hueste de Orcos fue enviada desde Angmar para que se uniera al ejercito de Rhudaur, con la intención de someter a Cardolan por la fuerza y, de paso, recuperar el Palantir perdido. La cuestión era urgente y no había tiempo que perder si se quería evitar que en el asunto se involucrarán invitados no deseados como los Elfos de Imladris.
En pocos días, una poderosa horda se dirigía hacia el reino de Aranur con el convencimiento de que su superioridad les llevaría a una rápida victoria. Sin embargo en Cardolan no permanecieron ociosos y las defensas se reforzaron mientras que, gracias a la recuperada alianza con Arthedain, un considerable grupo de combatientes del vecino país llegó para unirse al ejercito del reino. Sólo de ellos se podía esperar ayuda para las fieles aunque escasas fuerzas de Cardolan.
No pasó demasiado tiempo antes de que la oscura mancha que formaban las fuerzas de Rhudaur, unidas a la hueste de Orcos venidos de Angmar, estuviera a menos de una jornada de las fortificaciones de Tyrn Gorthad donde se encontraba la capital del reino y donde se concentraban las tropas defensoras. La situación era extremadamente delicada pues los exploradores confirmaban que la superioridad de efectivos por parte de los invasores, pese a los refuerzos de Arthedain, era evidente y se avecinaba una batalla desigual en la que las fuerzas oscuras contaban con una clara ventaja numérica
Finalmente la gran hueste oscura llegó. Como era de esperar, el ataque no se demoró y la acometida sobre las fortificaciones de Cardolan fue brutal. La propia Durwen, siguiendo las indicaciones de su señor, se ocupó de organizar el ataque con la ventaja añadida de que, gracias al tiempo que había vivido en Cardolan, conocía los puntos débiles de las defensas.
Sólo el arrojo empleado en repelar la agresión y una asombrosa capacidad de predecir los movimientos de los atacantes logró mantener viva la llama de la esperanza. La lucha se prolongó durante días sin descanso hasta que se llegó a un punto en el que los propios atacantes se dieron cuenta de que, pese a su superioridad en número, no iban a lograr romper las defensas tan fácilmente como habían imaginado.
Sin embargo era una vana ilusión para Cardolan pues poco a poco su resistencia se debilitaba y apenas podían aspirar más que a mantener la situación. Sin embargo, Durwen no estaba nada satisfecha. Si la situación se enquistaba y no se producía una victoria rápida, su amo no iba a darle más oportunidades. De seguro que montaría en cólera por tener que enviar más Orcos y bien pronto su cabeza estaría separada de su cuerpo insertada en una pica.
Ante aquella atroz perspectiva optó por una acción arriesgada. Del mismo modo que había utilizado los pasadizos secretos para huir, ahora los emplearía para entrar al palacio junto a un sigiloso grupo de sus mejores guerreros. El plan era simple: una vez dentro recuperarían el Palantir y darían muerte a Aranur y a Fanuilos. Con el reino sin sus líderes, Cardolan perdería toda su capacidad de resistencia.
De este modo, aprovechando la primera noche sin luna, una escogida hueste encabezada por Durwen se adentró a través de un olvidado túnel que desembocó en un pasadizo oculto en el interior del palacio de los reyes de Cardolan. La silenciosa tropa, apenas una docena de efectivos, llegó finalmente a una especie de cámara en la que, tras una entrada semioculta, se encontraba la parte habitada del palacio.
Con sumo cuidado Durwen activó un resorte y el portal se abrió. Uno a uno, sus acompañantes fueron entrando en lo que, poco tiempo atrás, habían sido los aposentos de ésta. Sin embargo Durwen fue traicionada por su propia audacia. La habitación no estaba vacía y pronto los invasores se dieron cuenta de que habían caído en una trampa: les estaban esperando.
– Buenas noches querida esposa –dijo con amarga ironía Aranur, al tiempo que, gracias a la sorpresa, sus soldados desarmaban, sin dar opción a la resistencia, a los miembros de aquella siniestra incursión.
Por un momento Durwen quedó muda, sumida en un estado entre la sorpresa y la ira. No esperaba que su jugada pudiera ser descubierta y no acertaba a comprender como podían haber adivinado su movimiento y conocer el preciso momento en que lo llevaría a cabo.
– Has sido víctima de tu propio juego –afirmó el rey de Cardolan intuyendo su pensamiento.
– ¿Acaso habéis osado emplear el Palantir? –clamó Durwen
– ¡Que tiene de extraño! Nosotros tenemos más derecho que tu a hacerlo –dijo Fanuilos que hasta entonces había estado oculta en las sombras de la habitación. Junto a ella apareció Argeleb.
En el exterior la luces del amanecer comenzaban a revelarse y no pasaría mucho más tiempo para que la acción, que había continuado durante la noche en forma de lanzamientos de proyectiles, recuperara la rutina de los días precedentes y se repitieran los intentos de asalto.
– Nos os servirá de nada retenernos –aseveró Durwen cambiando el curso de la conversación–. Somos prescindibles y no negociarán por nosotros.
– No pensábamos negociar –respondió Aranur.
– Pues más os vale darnos muerte ahora o liberarnos –les desafió Durwen–. No tenéis otra opción.
– Si la tenemos –dijo Fanuilos–. A tus compañeros les conduciremos a la más oscura mazmorra y vos, de momento, seréis recluida en estos aposentos y esperaremos a que la lucha termine para juzgaros –prosiguió en el mismo tono de regia majestad que hasta ahora no había demostrado–. Por otro lado, si cayéramos y os encontraran aquí dudo que vuestros soldados tuvieran piedad pues sin duda pensaran que les traicionasteis.
Mientras Fanuelos hablabea, los acompañantes de Durwen eran maniatados y conducidos fuera del aposento por los guardias del rey.
– Pequeña astuta –dijo sin ninguna admiración Durwen dirigiéndose a Fanuilos cuando todos ellos habían sido sacados de la habitación–. No comprendo como me pudo traicionar tu frágil apariencia.
Justo cuando terminó de pronunciar aquellas palabras, Durwen se abalanzó contra ella, empuñando una daga oscura, que había llevado oculta, muy similar a la que ya hiriera a Fanuilos. Sin embargo esta vez ni siquiera la rozó, ya que Argeleb, más rápido que ella, atravesó a Durwen con su espada.
– ¡Arthedain! –exclamó.
Todos los que presenciaron la escena se quedaron paralizados. Sin embargo al cabo de unos instantes, se sintieron liberados de una congoja que les oprimía el corazón, pues aunque no les resultaba agradable la muerte de Durwen y la situación no había variado demasiado pues el asedio proseguía, todos notaron un cambio en su ánimo.
Apenas habían disfrutado un instante aquella casi olvidada sensación de alivio, cuando se escuchó un fuerte retumbar, como si un grupo de gigantes se dirigiera hacia ellos dando sonoras zancadas. En ese momento un sirviente entró a todo correr.
– Llegan los Enanos –dijo–.
En efecto, una poderosa hueste de Enanos de las Montañas Azules hizo su aparición sin aviso previo y atacando la retaguardia del ejercito sitiador cambió radicalmente el curso de la lucha. Su imprevista intervención, unida al hecho de que el ejercito oscuro carecía de liderazgo en el momento crítico, llevó a que en pocas horas, ante el arrojo enano y el contraataque que habían lanzado los defensores de Cardolan cuando se dieron cuenta de la situación, todo hubiera terminado.
Lo cierto es que el mérito de que los vástagos de Dúrin se hubieran involucrado en la lucha se debía a la mediación de los Enanos que habían convivido con Fanuilos. El cariño que profesaban a la joven, con la que de algún modo se sentían en deuda, les había llevado a abandonar su trabajo en la mina y a tomar parte en el conflicto que se avecinaba. Una vez curada Fanuilos, mientras Argeleb pedía ayuda a Arthedain, ellos habían regresado a las Montañas Azules y habían convencido a los dirigentes de su pueblo, todos parientes por otro lado, de la necesidad de ayudar a Cardolan, con cuyo regente, debían recordar, habían negociado acuerdos muy satisfactorios.
En muy poco tiempo se organizó un ejército Enano y las armas de guerra fueron sacadas de baúles y sótanos. La marcialidad propia de los descendientes de Dúrin se aplicó de nuevo a las artes de la guerra y un fiero grupo de Enanos se dirigió a marchas forzadas hacia Cardolan. Como había sucedido en otras ocasiones no se les había considerado, aunque esta vez el señor de Angmar hubo de lamentarse largamente de no haberlos tomado en cuenta.
Sin duda, si el Rey Brujo hubiera podido contemplar el panorama tras la batalla su arrepentimiento hubiera sido tan agudo como una profunda punzada. Por un lado, los hombres de Rhudaur se habían retirado en desbandada abandonando incluso a sus heridos, y viendo en el regreso a su reino la única posibilidad de supervivencia. Los Orcos, sin embargo, paralizados por el terror y encerrados entre dos ejércitos, habían sido prácticamente aniquilados.
Aranur decidió no perseguir a los soldados de Rhudaur y muy pronto los restos de la batalla habían desaparecido. De algún modo, casi en un suspiro, todo volvía a la normalidad como si despertaran de una pesadilla. Las heridas, en cualquier caso, no podrían cerrarse completamente y el corazón de algunos, como el de Aranur nunca volvería a ser el mismo tras ver en poco tiempo como, en apariencia, perdía a su hija, su esposa le traicionaba y su reino parecía condenado a la aniquilación.
Sin embargo, el mejor de los bálsamos vino poco tiempo después con la boda entre Fanuilos y Argeleb. Si se miraba bien la resolución de la guerra había tenido consecuencias absolutamente satisfactorias como la recuperación del Palantir, que finalmente pudo ser custodiado en Fornost, pero de forma inmediata la unión entre los herederos de ambos reinos vecinos resultaba un hecho todavía más positivo. Los jóvenes que, desde que se habían conocido, sintieron una gran afinidad entre ellos, sellaban un sólido pacto entre sus reinos con la unión de sus destinos.
A pesar de que el futuro les deparó momentos oscuros, el amor que se profesaban Fanuilos y Argeleb perduró a lo largo del tiempo y su historia, fue trasmitida de generación en generación. Aun en el mismo Gondor se la recordó como una de las más bellas historias de amor entre los Edain, pues con el paso del tiempo los reyes del poderoso reino austral emparentarían con los descendientes de Fanuilos.
Sin embargo, no convendría olvidar que nada de lo que ocurrió hubiera sucedido del mismo modo si en el destino de Fanuilos no se hubieran cruzado siete Enanos…
Gandalf adornó el final de la historia con un movimiento imperceptible de su báculo que dibujo en el aire las figuras de siete Enanos rodeando a una doncella, o eso, al menos, les pareció a los niños que observaron el prodigio embelesados.
– ¿Sacáis alguna conclusión de esta historia? –preguntó Gandalf.
– ¡Que los Enanos son buenos! –exclamó alborozado el niño que antes había preguntado si los Enanos eran seres malvados.
– Que el peligro siempre amenaza a todos los pueblos aunque parezca que están a salvo –dijo Bilbo.
– Otra vez muy bien –concedió Gandalf–. La Comarca no está fuera de la Tierra Media y puede que algún día, aun sin desearlo, se vea envuelta en asuntos que suceden más allá del Brandivino.
– ¿Y cual es la relación de la historia de Fanuilos con La Comarca? –preguntó una niña muy pecosa que estaba sentada en la primera fila.
– Se me olvidaba –dijo Gandalf–. Esta historia tiene mucho que ver con los Hobbits, ya que Argeleb fue quien os cedió las tierras de La Comarca. Él es el rey a quien vosotros llamáis el gran rey de Norburgo, aunque lo que pocos conocen (y yo lo averigüe casualmente revisando unos antiguos documentos que se conservan en Gondor) es que fue Fanuilos la que le convenció de que entregara a los Hobbits precisamente las tierras que conforman La Comarca.
Los niños quedaron sorprendidos, les parecía imposible que reyes legendarios a los que habían oído nombrar como lejanos recuerdos de la tradición Hobbit hubieran sido los protagonistas de historias como las que les había contado Gandalf. El mago estaba satisfecho, había conseguido asombrarles y comenzaba a encontrarse cada vez más a gusto en su compañía.
– Gandalf, cuéntanos otra historia –pidió uno de ellos.
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Nota: La historia de Los Tres Hobbits está inspirada en Los Tres Cerditos y la de Fanuilos en Blancanieves y los Siete Enanitos (o tal vez sea al contrario).