Nadie tenía que decírselo. Él mismo se daba cuenta de que había sido un gobernante cruel e inflexible ¿o es que acaso pensaban que sus actos habían sido caprichosos y que alguien de su estirpe, alguien cuya sangre no se había mezclado con la de los bárbaros del norte, actuaba por antojo? |
Todo se aclararía muy pronto. Su ejercito llevaba demasiados días reculando y era el momento de presentar batalla. La marcha de la hueste de Eldacar era firme y al grueso de los dos ejércitos apenas les separaba medio día. La lucha definitiva se acercaba y su vida, su futuro y el destino del Reino quedarían marcados por ella.
De haberlo podido evitar no hubiera escogido los Cruces del Erui como lugar para presentar batalla pues eran muchos sus inconvenientes. Pero ya no había alternativa, la idea inicial de retroceder de forma ordenada hasta Pelargir era ya una puro desvarío. De haber continuado la marcha con el ejercito de Eldacar cada vez más cerca, la retirada se hubiera transformado en desbandada y cualquier esperanza de victoria sería baldía.
La actitud de los habitantes de Calenhardon, Anórien, Ithilien o Minas Anor había sido decisiva. Sin su apoyo, la incursión que Eldacar había llevado a cabo con un ejercito formado por gentes de Rhovanion no hubiera supuesto ningún peligro. Sin embargo, eran los propios gondorianos los que la habían convertido en una amenaza directa contra los cimientos mismos del Reino.
Le resultaba difícil de entender. Los gondorianos no eran hombres cualquiera y la pureza de su estirpe y del linaje de los gobernantes había sido durante generaciones el principio rector de su existencia. Así, al menos, había educado a sus hijos y de ellos esperaba que fueran fieles a este principio.
No cabía ahora, sin embargo, otra opción que hacer frente a la realidad. La batalla era inevitable y pese a los inconvenientes del lugar y a las desventajas a las que su ejercito debería hacer frente, no había marcha atrás. Lo único que se podía hacer era plantear la batalla tratando de contrarrestar sus debilidades y de aprovechar las bazas de las que disponían. El tiempo se agotaba; no cabía el error, la noche estaba cayendo y en cuanto llegara el alba tendrían al ejercito de Eldacar frente a ellos.
Debió multiplicarse dando órdenes y aliento. El ejército fue distribuido estratégicamente tratando de atenuar su inferioridad en número y sus hombres no podrían ser rodeados más que a costa de un gran derroche de fuerzas de sus adversarios. En retaguardia quedaba la pequeña flota, insuficiente para trasportarlos a todos aunque importante como punto de referencia y, si la situación se tornaba aciaga, como vía de escape.
Los últimos preparativos se prolongaron y le mantuvieron ocupado hasta que finalmente pudo retirarse a tratar de descansar y reflexionar como había hecho siempre antes de una batalla. En cierta forma, revisar de nuevo los acontecimientos pasados era un modo de reconfortarse y tenía plena seguridad en que reforzaría su confianza ante los duros momentos que se avecinaban.
Él era Castamir, de la estirpe de Elendil, descendiente de los reyes de Númenor en un alto grado de pureza, tanto de sangre como de espíritu. Como ellos amaba el mar y no era casual que el destino le hubiera conducido a convertirse en Capitán de los Barcos de Gondor.
Su vida había estado señalada desde el instante de su nacimiento, como muchas veces le había contado su abuelo Calimehtar, hermano menor de rey Rómendacil el Glorioso. Poco antes de su alumbramiento, un extraño pájaro semejante a un halcón, aunque de una especie nunca antes vista en las tierras de Gondor, llegó volando desde el oeste probablemente arrastrado por la brisa poderosa del océano. El ave se posó agotada en el alfeizar de la ventana de la habitación donde se estaba produciendo el parto y justo en el instante en que él vio la luz, el pájaro expiró, como si en el viaje se le hubieran consumido todas sus fuerzas.
Muchos pensaron que era como si su hálito vital se hubiera transmitido al recién nacido, pero lo que ciertamente le legó aquella ave fue una piedra preciosa que llevaba atada alrededor de su esbelto cuello y que debía de proceder del mismo remoto lugar del que había venido. Fue debido a esta joya, obtenida de forma tan extraña, por lo que recibió el nombre de Castamir.
En su niñez había sido muy querido en Gondor y el tratamiento que recibió, primero en Osgiliath y luego en Pelargir, fue el más esmerado al que podría aspirar un simple sobrino-nieto del rey. La heroica y temprana muerte de su padre al servicio de Rómendacil y la pureza de su sangre, no como la de Eldacar, el heredero al trono, hijo de Valacar, el hijo mayor de Rómendacil, alentaban el ánimo de los espíritus fieles de Gondor quienes le veían como su esperanza.
La esposa de Valacar era, pese a su origen bárbaro, una hermosa mujer. Sin embargo, poseía un linaje inferior que exhibía por la corte y, pese a sus esfuerzos, nunca pudo lograr que se olvidara su origen y el hecho de que su padre no fuera más que un caudillo de Rhovanion, cuyos méritos se resumían en haber ayudado al rey Rómendacil. Su vida fue corta como correspondía a alguien de su estirpe y muy pocos escapaban a la creencia de que este estigma se extendería a toda su descendencia.
Cuando Valacar regresó del norte desposado con ella y con el hijo de ambos, Eldacar, todo el Reino se sintió triste. La esperanza de que las noticias llegadas a Gondor fueran simples rumores se perdió y para muchos no hubo otro remedio que asumir aquella mezcla de sangre y el hecho de que, si nada lo evitaba, el mestizo Eldacar sería algún día rey.
Castamir tuvo escaso roce con Eldacar. En un intento de evitar el contacto con los recién llegados, su familia se trasladó a Pelargir, un hermoso lugar que vivía de cara al mar. Sus recuerdos más felices tuvieron lugar allí pues fue donde conoció el deleite de la navegación y, como todo gondoriano, aprendió el arte de la guerra.
En Pelargir se adentró en la ciencia de los barcos, en los secretos de sus diseños y las distintas formas de plantear la construcción de un navío, según fuera para navegar por alta mar o por la costa, para la guerra o para el recreo, para las corrientes del océano o para remontar los ríos. Pero lo que más le halagó descubrir fue que, más allá de la técnica, mientras navegaba gozaba de un don poco común, que permite una inexplicable comunión del auténtico marinero con su nave y con las corrientes y los vientos que la impulsan.
Su educación se completó cuando participó en su primer combate. Cierto es que no existía un ejército que pudiera enfrentarse al de Gondor desde que Rómendacil derrotara a los Orientales, pero, pese a ello, los temerarios Haradrim, guiados por su odio irracional, comenzaron a cruzar el río Harnen, hostigando cada vez con mayor ímpetu las tierras de Gondor del Sur, justo en la época en que Castamir acababa de alcanzar la edad viril.
Pese a que sólo las grandes guerras y batallas pasaron a la historia y fueron recordadas largo tiempo, Gondor estuvo siempre inmerso en constantes luchas. Aquella no fue más que una contienda menor. Bastó con una expedición de castigo a los puertos que los Hombres del Sol, como algunos les llamaban, tenían al sur de Umbar, para reafirmar el poderío de Gondor y calmar los ánimos a los Haradrim.
Para Castamir aquella contienda le aportó una valiosa enseñanza. Las tierras del Reino nunca estarían completamente en paz pues, por poderoso que fuese, sus enemigos ancestrales, desde tiempo inmemorial unidos a la Oscuridad, acechaban a la espera de cualquier señal de flaqueza. Todas las enseñanzas que había recibido tenían ahora un sentido y el estricto aprendizaje del arte de la guerra, su justificación. Gondor era un pueblo fuerte y antiguo pero debía luchar para sobrevivir. Una derrota significaría su fin, pero sólo la debilidad o la traición podrían desencadenarla.
Tiempo después le llamarían déspota por pensar así y tratar de que el Reino no entrase en la senda de la decadencia y la languidez. Pero acaso ¿dónde estaban los que así pensaban mientras él combatía por la gloria y perpetuación de su Reino? ¿dónde estaban cuando hubo de luchar en tierra y en el mar, y sufrir dolorosas heridas?
La lucha forjo en él un fuerte carácter que, como en pocas ocasiones se vio puesto a prueba en una contienda en la lejanas tierras de Rhûn. En las orillas occidentales del Mar de Rhûn, se habían establecido una serie de fuertes que servían de barrera y frontera entre Rhovanion y los pueblos orientales que vivían al este del mar interior.
En la época en la que Valacar acababa de acceder al trono, Castamir había sido escogido para dirigir una pequeña flota con base en uno de aquellos fuertes, situado junto a un pequeño estuario del Mar de Rhûn, al norte de las montañas occidentales que bordeaban el gran lago. Su misión era patrullar por el mar interior y observar los movimientos de los pueblos que allí vivían, una mezcolanza de razas a ojos de un gondoriano, pero que aliados habían sido una amenaza para la seguridad del Reino y de los pueblos del Norte hasta que Rómendacil los empujó al otro lado del mar.
Los Hombres del Este también les vigilaban y tenían, como ellos, puestos avanzados desde los que trataban de provocar su ira con continuas incursiones e intentos de intimidación. En una ocasión una de las naves gondorianas embarrancó en la parte nororiental del Mar de Rhûn y toda la tripulación fue apresada y torturada. Los cautivos fueron sometidos a vejaciones a la vista de las otras naves de la flota y de entre ellas la más cruel fue la de presenciar como los prisioneros eran mutilados de forma despiadada.
Era un desafío y una trampa para los gondorianos, pues los Hombres del Este se hallaban alerta a la espera de un intento de rescate. Fue Castamir en persona quien asumió su liberación y aceptó la captura como un error propio, aunque el responsable de la misma había sido el joven capitán de la nave que tenía órdenes de no acercarse tanto a la costa.
En un alarde de táctica y precisión, Castamir situó durante el día a toda la flota frente a la costa donde se había perdido la nave, como si esperaran una orden para desembarcar. Pero en lugar de arriesgarse a un ataque frontal, usó la flota como señuelo y esperó a que la noche cayera. Con un pequeño grupo escogido entre sus mejores hombres, remontó el río Celduin con una docena de pequeñas lanchas fluviales y cayó en plena noche sobre la retaguardia de sus enemigos.
La sorpresa del ataque, unida a la fiereza y ardor de sus hombres, causó una gran aniquilación y pronto los cautivos habían sido rescatados y el campamento de los Orientales desaparecía en medio de las llamas.
Aunque pocos en Gondor supieron de ello entonces, Castamir se enfrentó al cabecilla de los Hombres del Este y cuando le venció, le llevó a su nave y él mismo le infringió todas las mutilaciones que habían sufrido los cautivos y le arrojó al mar cuando todavía respirada pero ya apenas quedaba nada de hombre en él.
Nadie se atrevió a censurarle en público aunque sintió sobre él duras miradas. Sólo su escudero, Anardil, veterano en mil batallas y uno de los pocos a los que Castamir respetaba por su probado valor, trató de recriminarle cuando estuvo a solas con él.
– Castamir, mi señor –le dijo con expresión apesadumbrada–, lo que has hecho no es digno de la alta estirpe de la que procedes.
– Ciertamente mi estirpe es antigua y poderosa, –respondió con arrogancia– pero mis actos se corresponden a la época en la que vivimos y a los peligros que nos acechan.
– Pero eso no te justifica –apuntó audazmente Anardil– . Debes recordar que tus antepasados se enfrentaron a mayores peligros pues lucharon con la misma Sombra, no como nosotros que combatimos con su tímido reflejo.
– Quizás entonces todo fuera más sencillo –dijo Castamir–. Una única batalla y un único frente, no como ahora que nuestro Reino, sin la fuerza de los Altos Reyes de antaño, vacila entre amenazas menores pero capaces de destruir nuestra aparente paz.
– Nuestro rey también es un númenóreano –replicó su escudero– y mantiene un Reino poderoso –hizo una pausa y continuó–. En el fragor de la batalla la realidad se ve en una perspectiva demasiado estrecha. Cierto es que hay que guardar el Reino, pero yo sólo te digo que no debemos actuar como nuestros enemigos.
– Si otro me hablara así pensaría de él que es un cobarde –repuso Castamir al tiempo que lanzaba una fulminante mirada–. La única verdad es la lucha por la supervivencia, matar o morir, ser poderoso o débil. Yo quiero que el Reino de mis antepasados perdure y haré lo que tenga que hacer para ello.
La vida de Castamir continuó, entre batallas, escaramuzas y largos viajes por mar a los más lejanos lugares. Aunque también tuvo tiempo de tomar esposa y tener hijos fuertes a los que adiestró fieramente y con los que, entre contienda y contienda, permaneció en Pelargir durante prolongados periodos de tiempo. En esta época recorrió las costas del Gondor ribereño deteniéndose en cada puerto, aldea de pescadores o simple playa, lo que le ganó un gran afecto por parte de todos sus habitantes.
Cuando habían pasado más de cuarenta años desde que Valacar reinaba en Gondor, y pese a su conocida oposición al rey y al odio que sentía por su consejo real formado casi en su totalidad por hombres del Norte, fue nombrado comandante de las flotas de Gondor. Era un bello título: Capitán de los Barcos, y lo que no se podía dudar es que había hecho sobrados méritos para lograrlo y era el único militar del Reino capaz de asumir semejante cargo.
Tal vez, pensaban los más optimistas, el detentar un cargo tan poderoso y de tan alta responsabilidad limaría sus asperezas con el rey y con su heredero Eldacar, y se domaría, de algún modo, la rapaz que Castamir llevaba dentro.
Sin embargo ocurrió todo lo contrario. Los verdaderos planes de Castamir y de los que pensaban como él no se revelaron abiertamente hasta los últimos meses del rey Valacar, cuando se veía cercana su muerte y, por lo tanto, muy próxima la subida al trono de Eldacar.
Con Valacar moribundo se produjo una sublevación en el sur del Reino. Desde Umbar a Pelargir fueron los capitanes de los Puertos, a las órdenes directas de Castamir, los que desencadenaron el levantamiento. El éxito les acompañó desde el principio y el Anduin fue bloqueado a la altura del río Erui, lo que restringía preocupantemente el abastecimiento de Osgiliath y cortaba su salida al mar.
Sin embargo no fue el golpe definitivo. En aquellos días Eldacar era ya, de hecho, regente de Gondor pues no había esperanza de recuperación para su padre, pero Castamir esperó hasta que se conoció la muerte de Valacar para reunir una gran flota en Pelargir. Entonces puso en marcha una estrategia para que la sublevación se extendiera a todo el Reino. A los habitantes de Gondor se les convencería, ya fuera por la razón o por las armas si era preciso, de que un hombre que no era un auténtico dúnadan no podría ser un buen rey y él o su descendencia llevarían al Reino a una segura perdición.
La flota de Castamir se separó y se dirigió a todos los puntos del Reino a través del Poros, el Erui, el Sirith o el Ringló y como estaba previsto fue poniendo a los gondorianos en contra de su nuevo rey. Sin embargo no fue una tarea sencilla y Eldacar también reunió una importante hueste con la que tuvo bajo su control largo tiempo una gran parte de las tierras de Ithilien.
Fueron cinco años de lucha feroz hasta que finalmente Eldacar fue sitiado en Osgiliath, la única ciudad importante del Reino que le permanecía fiel. El asedio fue largo y doloroso. Las armas de guerra gondorianas eran poderosas y, aunque no habían sido concebidas para destruir sus propias ciudades, resultaron mortíferamente efectivas contra Osgiliath. Los proyectiles y el fuego asolaron gran parte de la ciudad.
La aniquilación fue irreparable en muchos casos. Numerosos edificios desaparecieron y, entre ellos, la gran Cúpula de las Estrellas fue destruida con lo que el palantir que allí se guardaba se perdió. Durante todo el asedio Castamir supo mantener alta la moral de los suyos y no paró de animarles explicándoles una y otra vez que, como en toda guerra, las grandes victorias exigían grandes sacrificios.
La toma de Osgiliath puso fin a la guerra y para los insurgentes, la victoria militar llevaba asociado el refrendo –así pensaban- de la justicia de sus pretensiones. Sin embargo su alegría no fue completa pues no encontraron a Eldacar, al que los suyos habían aconsejado que huyera cuando ya la derrota era irremediable y había partido hacía el norte dejando a su hijo Ornendil al mando de la desesperada resistencia.
Castamir no tuvo tiempo de vacilaciones cuando entró en la ciudad. Pensaba que eran necesarias medidas contundentes para evitar que la esperanza de sus enemigos siguiera viva. Muchos pensaron que le movía la venganza o el odio, pero lo que hizo entonces no fue más que seguir los principios que había aplicado siempre en la lucha.
Las mismas miradas que observará años atrás en Rhûn se repitieron de nuevo entre sus subordinados cuando ordenó que todos los cautivos que no fueran gondorianos, una buena parte de los seguidores de Eldacar cuyas familias procedían de Rhovanion, fueran arrojados al Anduin con la cabeza cubierta y las manos atadas a la espalda.
A los fieles a Eldacar de origen gondoriano se les dio a elegir su destino. Si renegaban de Eldacar y aceptaban a Castamir como su legitimo soberano, serían perdonados y se les ocuparía en la reconstrucción de Osgiliath. Si no lo hacían, recibirían el mismo castigo que los no gondorianos. Fue, de algún modo, una excusa para deshacerse de ellos pues, como era de esperar, la mayoría de ellos prefirió la muerte a la humillación.
Quedaba por resolver el asunto de Ornendil, el hijo de Eldacar. Era una creencia extendida que Ornendil escaparía de la muerte pues como descendiente de los reyes de Gondor se le debía dispensar un trato especial. Pero Castamir tampoco tuvo piedad de él. Un hombre menos decidido –reflexionaba ahora- hubiera seguido la opinión de la mayoría, pero dejarle ir no hubiera sido más que un gesto de debilidad.
Castamir tardó más de un mes en hacer que llevaran a Ornendil a su presencia. Antes había preparado la escena debidamente. Vestido con las galas reales y exhibiendo todos los ornamentos del poder, recibió a su cautivo sentado en el trono real y rodeado de sus más fieles lugartenientes.
Siguiendo sus órdenes, Ornendil había recibido un trato indigno para su condición. Desde que fuera capturado había sido confinado en soledad en una oscura mazmorra en la que recibía una única y escasa comida al día. De este modo, cuando entró en el Salon Real presentaba un aspecto deplorable. Estaba tan sucio y delgado que parecía una sombra del que había sido poco tiempo atrás.
- ¡Contemplad todos el aspecto de un auténtico númenóreano! –exclamó irónicamente Castamir al verle.
- Búrlate ahora Usurpador –replicó valientemente un débil Ornendil-. Tus días están contados, así que disfruta de este momento, si es que puedes hallar gozo en la destrucción que has provocado. No lo dudes, el momento de tu fin se acerca.
- ¿De veras? –se preguntó Castamir acompañando la cuestión con un gesto exagerado- Yo no lo creo. Ahora soy el regente de Gondor y no veo a nadie que pueda oponérseme. Vosotros y la ralea del norte lo intentasteis. Contempla vuestro éxito.
- Ten por seguro que mi padre volverá y te matará con sus propias manos –respondió Ornendil sin dejarse amedrentar.
- ¿Tu padre? No me hagas reír –dijo Castamir al tiempo que su rostro adoptaba una expresión feroz-. ¿No será el mismo que huyó como una doncella asustada, el mismo que te dejó atrás para que defendieras aquello por lo que él no se atrevió a luchar?
- No cantes victoria todavía –repuso Ornendil-. El volverá, pues es el verdadero rey de Gondor, descendiente y poseedor de los derechos de aquellos que fundaron este Reino.
- Eldacar no es más que un mestizo –explotó el ahora regente-. No lleva más que una parte de auténtica sangre gondoriana. ¡Jamás este Reino podrá ser gobernado por alguien indigno de él y cuya estirpe manchada está condenada a la decadencia!
- Si lo dices por mi abuela, era una mujer extraordinaria, hija de un poderoso rey y la fortaleza de su linaje se sumará a la de Gondor ...
- Calla insensato y no agotes mi paciencia –le cortó Castamir apenas conteniendo la ira.
- ¡No callaré! –exclamó el joven-. Tu sangre puede ser gondoriana pero tu espíritu es siniestro. No te conformas con provocar la lucha entre hermanos y diezmar a lo mejor de Gondor en una lucha sin propósito. Quieres la aniquilación.
Castamir se puso en pie y desenvainó su espada.
- No digas esas cosas –advirtió con voz amenazante-. Deseo el esplendor de Gondor, el mantenimiento de su supremacía.
- No, tu no quieres eso –comenzó a decir Ornendil fuera de si-. No eres más que un arma de nuestro enemigo. Tu mano cruel te ha convertido en un servidor de la Sombra contra la que lucharon tus antepasados. Quieres destruir Gondor...
Y antes de que Ornendil terminara de pronunciar el nombre de su tierra, la espada de Castamir, le arrebató la vida mientras se hundía en su pecho y partía en dos su corazón.
Un murmullo que siguió al sobresalto inicial, inundó la estancia. Lo cierto es que, pese a estar rodeado de sus más fieles compañeros de armas, Castamir se sintió incomprendido. Ellos no entendían que la altanería de Ornendil sólo había contribuido a acelerar su destino. Su muerte estaba escrita desde mucho tiempo atrás, como le hubiera ocurrido a su padre si hubiera sido capturado.
Por mucho que meditó sobre ello desde entonces, aun no entendía las reacciones que provocaban sus actos más enérgicos. La firmeza exigía de la crueldad pues ambas eran las dos caras de una misma moneda.
Ya no había vuelta atrás. Ornendil le había llamado Usurpador y no sería el último en hacerlo. Estaba condenado a seguir una difícil senda, aunque su corazón no albergaba dudas. Se sentía como un libertador, incomprendido por muchos, pero firme como un padre que lucha por el bien de sus hijos.
La caída de Osgiliath y su subida al trono de Gondor deberían haber marcado un nuevo principio, un renacer del Reino. Sin embargo, visto ahora en la distancia, todo se fue complicando desde el primer momento, pues muchos no comprendieron que el gobierno de Gondor debía marcar el pálpito del Reino y tras la crisis se imponía la marcialidad.
Los auténticos gondorianos habían recuperado su Reino y sin embargo no se mostraban satisfechos. Cualquier acto de autoridad o cualquier solicitud de sacrificio eran mal recibidos. Los que antes le apoyaban ciegamente pasaron de pronto a pensar sólo en su comodidad y en su autocomplacencia. El espíritu que debía tener una nación tan poderosa y antigua se había tornado débil y dubitativo, como si muchos corazones se hubieran contagiado de la fragilidad de ánimo de otros pueblos inferiores.
La firmeza era la única vía que tenía sentido seguir. Lo más fácil hubiera sido adoptar medidas de gracia y tratar de contentar al populacho. Sin embargo el sacrificio realizado durante los largos años de contienda debía tener un propósito. Gondor necesitaba recobrar su esplendor aunque ello significara pagar un precio y asumir el hecho de que se cometieran actos de crueldad o injusticias.
Pese a tener plenamente asimilados estos hechos, las pesadillas, cual maldición, comenzaron a ser fieles acompañantes de su sueños. Cada vez dormía menos horas aunque gracias a ello podía dedicarse con mayor ahínco a sus tareas. De este modo, y aunque parezca extraño, las atormentadas vigilias le ayudaron a sentirse realizado pues tuvo tiempo de planificar como llevar a la práctica ideas que le habían acompañado durante muchos años.
Estaba convencido de que el futuro del Reino se hallaba en el mar y ello significaba que las necesidades de Gondor y sus propios anhelos coincidían. De acuerdo a esta idea impuso su autoridad y convirtió en una prioridad la preeminencia de la flota gondoriana, lo que se tradujo en que se emprendiera la construcción de nuevos astilleros a lo largo de toda la costa del Reino, se iniciaran obras de ingeniería para mejorar los puertos y la navegabilidad de los principales ríos y se fomentara, como nunca antes, el estudio de las artes náuticas entre los jóvenes. Como consecuencia natural de este impulso pudo concretar otra antigua aspiración: el traslado de la capital a Pelargir, la Puerta del Mar de Gondor.
Muchos le criticaron veladamente. Pensaban que una vez alcanzado el poder sólo pensaba en el deleite personal. No alcanzaban a entender que el propósito que le guiaba no era otro que el de dotar a Gondor de una hegemonía cercana a la invulnerabilidad. A través del mar se podría dominar más fácilmente cualquier amenaza para el Reino y la influencia sobre otros pueblos, tradicionales enemigos, sería mucho más firme.
Podría decirse que durante sus años de regencia padeció una incómoda sensación de incomprensión y de cierto desdén disimulado por el temor que inspiraba su figura. Sería adecuado decir que fue un periodo agridulce en que la satisfacción por los avances de sus anhelos marineros contrastaban con la constante lucha que debía afrontar para imponer su criterio a fuerza de tener que recurrir a exhibir su autoridad.
En cierto modo se alegró cuando la ya olvidada amenaza de Eldacar, que durante diez años había permanecido silente en el Norte, volvió a cobrar forma. Pese a que le dolió profundamente que importantes territorios gondorianos se unieran a la causa de Eldacar, no había nada que reforzara tanto los principios como la adversidad extrema que sólo la guerra puede provocar.
Las pesadillas que le habían acompañado de forma constante durante sus diez años de regencia le abandonaron de pronto, quizás debido al hecho de tener que afrontar un peligro real y no una quimera. Ahora, en las ocasiones en la que lograba conciliar un inquieto sueño, sentía como si su cuerpo se elevara por los aires y, mientras contemplaba extraños paisajes, una voz que parecía surgir de su interior repetía de forma constante una frase desde las alturas: Man tiruva cirya...
La fortuna había sonreído a Eldacar desde que volviera del Norte. En poco tiempo, su hueste había logrado controlar una gran parte del Reino, de modo que la situación se estaba desarrollando de forma completamente diferente a como había sucedido diez años atrás. Ahora era el ejercito de Castamir el que perdía terreno y podría pensarse que de continuar así su moral languidecería y se convertiría en una intimidada resignación a un funesto destino.
Pero aunque les llegaban noticias sobre las victorias de sus adversarios o sobre el juramento de venganza por la muerte de Ornendil que Eldacar profería abiertamente, el temor no cundió entre sus hombres. Lo veía en sus rostros cuando los observaba mientras se preparaban para la lucha. Contaban con una profunda convicción que no dejaba lugar al miedo y que iba mucho más allá de la garantía de la propia seguridad.
Además Castamir había forjado en sus seguidores una consigna definitiva e inapelable: Fuera cual fuera el desenlace de la lucha, e incluso su propio destino, la guerra debía continuar pues todavía quedaba Pelargir y, más allá, toda la parte austral del Reino. Proyectando su pensamiento hacía el futuro, no dudaba de que siempre habría alguien fiel capaz de mantener viva la llama del Gondor auténtico y no tenía dudas de que su propia familia no abandonaría y resistiría durante generaciones.
No obstante y pese a la confianza en sus ideales, la noche fue larga; la noche previa a la batalla es siempre larga. Todos sabían que aunque la oscuridad les impidiera verles, el ejercito de Eldacar ya estaría formado frente a ellos.
Las primeras claridades del día lo confirmaron y pocos se sobresaltaron cuando les divisaron gracias a los primeros rayos del sol. En cuanto estuviera un poco más alto en el cielo la batalla comenzaría.
Era el momento en que Castamir debía cumplir su ultima obligación antes de la lucha. Se encaminó a una plataforma que se había colocado sobre una pequeña elevación y que permitía que todos sus soldados le pudieran escuchar y desde allí se dirigió a su ejercito.
- Soldados de Gondor –dijo con voz poderosa-. La hora ha llegado.
»Antes que nosotros, nuestros antepasados lucharon contra los peligros que amenazaron la supervivencia de nuestro Reino. ¡Ahora, es nuestro turno!
»Os aseguro que los reyes de antaño os están contemplando en este instante y, como yo, se enorgullecen de vosotros, de vuestra gallardía y de vuestra fuerza. Sin duda, su semilla ha germinado en vosotros.
»Mas no será fácil superar esta prueba. No lo conseguiremos sin dolor ni sacrificio, y, por encima de todo, estamos obligados a ser fieles a su legado con una pasión tan poderosa que ciegue cualquier otro sentimiento.
»El enemigo siempre oculta su auténtico rostro, y nunca antes su aspecto fue tan cruel como en esta ocasión en que se nos presenta bajo la apariencia de nuestros hermanos.
»Se que muchos vais a combatir contra parientes y conocidos. Sin embargo, sabed que la razón está de vuestro lado. No es momento de duda ni de tribulación, son ellos los que atacan la tierra de Gondor y tratan de destruirla. Vosotros sois sus verdaderos defensores, los paladines del Reino más poderoso de la Tierra Media, los valedores de la herencia de los hombres de Númenor.
»En vosotros recae el destino de Gondor ¡Por Gondor!
Aunque cada una de sus frases había sido acompañada de vítores, el mismo Castamir se sorprendió por la energía con que fue seguida la que concluía la arenga y el nombre de Gondor resonó en el cielo de la mañana con un vigor tal que a todos les elevó la moral.
Pero el fin de su alocución era, en cierto modo, la señal de que la batalla iba comenzar y todos eran conscientes de ello; hasta el mismo Castamir que descendió de la plataforma con un gusto reseco dentro de la boca. Cada uno de sus soldados trataba de controlar su excitación. Los músculos estaban tensos y los sentidos en alerta mientras se preparaban para la embestida del ejercito de Eldacar. En medio de un silencio inquieto cada cual repasaba mentalmente sus órdenes y planificaba sus primeras fintas y estocadas.
Fueron minutos angustiosos.
Finalmente, el silencio se transformó en un rugido que procedía del ejercito de Eldacar que se abalanzaba sobre sus posiciones. El momento había llegado.
Como un soldado más, Castamir empuñó firmemente su espada.
Man tiruva cirya... –susurró.